jueves, 27 de diciembre de 2007

Navidades sin frontera

Entre 1948 y 1989, cuando el Telón de Acero separaba el área europea bajo influencia de la Unión Soviética del resto del continente, en las fronteras que la extinta Checoslovaquia tenía con Occidente -las de Alemania Federal y Austria- murieron alrededor de 1000 personas, unos 400 ciudadanos y 600 guardias fronterizos.
En sólo 12 de todas esas muertes figuran las armas de fuego como causas oficiales de los fallecimientos. El resto quedaron registradas como suicidios o defunciones por razones tan dispares como accidentes de coche o haber pisado minas.
Estos días los nombres y las historias de muchas de aquellas personas que perdieron la vida tratando de cruzar de un lado a otro, o guardando los límites establecidos, están siendo recordados de una manera especial en sus respectivos países.
Lo mismo sucede con las historias sobre separaciones familiares traumáticas, visados que nunca llegaban, colas interminables en las aduanas y registros exhaustivos y estresantes en busca de la más mínima mercancía o dinero que se trataba de exportar o importar.
La razón no es otra que la ampliación de la zona europea sin fronteras de Schengen, que ha creado un área de 4.000 kilómetros cuadrados en los que se puede deambular sin control policial alguno. En ella, 24 países, 400 millones de habitantes.
En lugares como Polonia, República Checa, República Eslovaca, Hungría o Eslovenia, ex naciones comunistas y nuevos miembros de esta zona de libre tránsito, las celebraciones por el acontecimiento histórico de la supresión de barreras se han sucedido en estos días.
La alegría, sin llegar a aproximarse ni mucho menos a la experimentada por sus ciudadanos con el final del bloque comunista, en 1989, o sus recientes entradas en la UE, en 2004, ha quedado patente en cada una de las declaraciones y actos institucionales de sus políticos y en las manifestaciones de la mayoría de sus nacionales.
He tenido la suerte de vivir ese momento histórico en Eslovaquia y la noche del 20 de diciembre acudí a la frontera de Petrzalka-Berg a celebrar, bajo cero, cómo esa barrera -que durante años fue una de tantas que separó de una manera drástica a unos vecinos de otros- desaparecía para siempre a las 12 en punto de la noche. (Ver galería de fotos>>)
No creo que muchos otros españoles hayan recibido ese día en sus pasaportes los últimos sellos que expedían los funcionarios de fronteras eslovacos.
La foto que pasará a la historia la habían hecho horas antes, cuando el primer ministro eslovaco, Fico, y el presidente del país, Gasparovich, serraban la barrera real de la aduana ante un enorme cartel donde se leía “En Navidad sin fronteras”.
Sin embargo, con la noche llegó el momento de la fiesta, de los fuegos artificiales y de los conciertos, de las fotografías con las armas que los policías prestaban amablemente a cuantos quisieran tener un recuerdo con una de ellas; de deambular por las cabinas de los mismos aduaneros que años atrás metían el miedo en el cuerpo al más sereno, de jugar a registrar vehículos de época en busca de música y de libros prohibidos, que hoy ya no lo son.
Dos de los principales periódicos eslovacos abrieron sus portadas el día siguiente titulando “Ya tenemos fronteras sólo con el Este” (SME) y un más que explícito “Frontera sin policías. Podéis pasar” (PRAVDA).
En España, esta última ampliación terrestre del espacio Schengen no ha tenido demasiada repercusión. Más allá de dar la noticia de una manera bastante aséptica, los editoriales de algunos medios importantes lo único que han hecho ha sido seguir el discurso timorato de reclamar un férreo control en los nuevos límites de la Unión Europea en aras de un supuesto aumento de la inseguridad.
Nos quedan lejos las pequeñas historias de los cientos de pueblos que quedaron separados de sus vecinos por decisiones políticas; las de los tres millones de húngaro hablantes que se vieron en territorio checoslovaco tras el acuerdo de Trianon de junio de 1920, etc, etc. Andamos faltos de esa empatía tantas veces reclamada más allá de los Pirineos para nuestros localismos.

Miedo austriaco, descontento ucranio

Nunca llueve a gusto de todos y la reciente ampliación del espacio de libre circulación de Schengen no ha gustado nada a Austria, país que acaba de perder todas sus fronteras.
La nación que hasta ahora había sido uno de los principales cancerberos, junto con Alemania, de la Unión Europea parece sentirse desnuda teniendo que dejar el control de quien entra y quien no entra en su territorio en manos de otros.
El 60% de los ciudadanos austriacos, que han dicho adiós a sus controles con las Repúblicas Checa y Eslovaca y con Hungría, rechazan la ampliación del espacio de Shengen, mientras que el 75% de ellos creen que tras esta apertura crecerá la delincuencia en el país.
Tanto es así que el pequeño pueblo de Deutschkreuz, fronterizo con Hungría, ha contratado a una empresa de seguridad privada al ver que sus guardias de fronteras se han tenido que marchar.
Las máximas autoridades austriacas no comparten en absoluto, al menos públicamente, el miedo que, según las encuestas, parecen tener sus ciudadanos.
Por su parte, analistas austriacos culpan de todo este miedo, que consideran será transitorio, a los políticos regionales y a sus discursos populistas.
Aseguran que Austria seguirá siendo, como hasta ahora, uno de los países más seguros de Europa.
Por muy distintas razones, otro lugar donde la ampliación de Schengen no ha caído demasiado bien es en Ucrania y en las localidades polacas y eslovacas limítrofes con la ex república soviética, uno de los países con más kilómetros de frontera con el nuevo límite de la zona de libre circulación europea.
Allí las medidas de seguridad se han triplicado y en muchos lugares se han creado áreas de seguridad, zonas de nadie, por donde antes se podía cruzar (con visado) de uno a otro país y que ahora han quedado incomunicadas al haber sido trasladados, en ocasiones durante kilómetros, los pasos.
Millones de euros ha invertido Bruselas en dotar con los más modernos equipos de seguridad sus nuevos límites. Nada más que en los 97 kilómetros de frontera que tiene Eslovaquia con Ucrania, han sido gastados 50 millones de euros y desde 2004 hay el triple de guardias en la zona.
Esta nueva frontera de la UE es muy material, con alambrada de espinos incluida. A un lado de la valla gente de diferentes nacionalidades esperando su oportunidad para cruzar; a otro, guardias, perros policías, tecnología e, incluso, centros de internamiento de inmigrantes ilegales demasiado parecidos a prisiones.
En cualquier caso, la tarea de control absoluto es difícil. Primero porque no es sencillo vigilar un terreno a menudo muy montañoso, segundo porque las redes de contrabando de productos están muy afianzadas en la zona, dado las diferencias de precios existentes entre Ucrania –donde están tirados- y Polonia o Eslovaquia y éstas mismas trafican también con personas que quieren entrar en la UE; tercero porque, por mucho que nos empeñemos, no es posible ponerle barreras a la desesperación.

No es posible ponerle barreras a la desesperación

Anna Bardiovska, un puente histórico de carne y hueso

Anna Bardiovska nació en 1915 en Bratislava, cuando la hoy capital de Eslovaquia aún era parte del Imperio Austrohúngaro. Aunque su lengua materna fue el eslovaco, en la calle sus juegos también se desarrollaron en húngaro y en alemán.
Desde el centro de Bratislava hasta la frontera con Hungría, en el sur, hay menos de 10 minutos en coche. Lo mismo sucede con la frontera con Austria. Devín está un poco más lejos, a unos 20 minutos, y allí el río Morava, en su confluencia con el Danubio, hace de separación natural entre Austria, la República Checa y la República Eslovaca.
Anna Bardiovska vivió dos guerras mundiales. Durante la segunda de ellas tuvo a sus dos hijas, que se criaron ya en la Checoslovaquia que quedó bajo el área de influencia rusa. Ambas hablan a la perfección su eslovaco materno y un checo adquirido de forma natural. El alemán lo entienden pero su habla la han ido perdiendo, al tiempo que fueron cambiando el húngaro callejero de su madre por las nociones de ruso obligatorias.
Una de las nietas de Anna aún no había cumplido 18 años cuando participó en 1989 en la histórica marcha en la que miles de personas celebraron la caída del Telón de Acero cortando la alambrada de espinos de la frontera austriaca de Berg. Tanto ella como su hermana y primos son capaces aún hoy de cantar la Internacional en ruso, de entonar el himno soviético sin vacilar y de recitar y de entender, más o menos, el idioma de los ‘queridos’ camaradas de la URSS, que debían aprender en las escuelas. Sin embargo, sus nociones de alemán y de húngaro se reducen a palabras sueltas.
La apertura al oeste del país supuso que los ahorros de toda la vida de Anna fueran engullidos en dos días por una monstruosa inflación. Sus 60 años ininterrumpidos como operaria de la fábrica de neumáticos ‘Matador’ de Bratislava no le dieron ni para comprarse esa lavadora que hoy en día sigue sin tener.
En 1993, cuatro años más tarde, Chequia y Eslovaquia se partieron amistosamente en dos. Eslovacos, que no checoslovacos ya, fue como nacieron los primeros biznietos de Anna, a los que hoy les cuesta entender checo y estudian inglés.
En 2004 Eslovaquia entró a formar parte de la Unión Europea junto a otros 9 países y este pasado 21 de diciembre esta joven república ha pasado a ser miembro del espacio europeo sin fronteras de Schengen, otro hito histórico que la vuelve a situar en el centro de Europa, lugar que geográficamente jamás abandonó.
A la nonagenaria Anna los últimos acontecimientos políticos le importan bien poco y no creo que piense que ella es un puente de carne y hueso entre algo tan antiguo como el Imperio Austrohúngaro y tan moderno como la UE; ni que simboliza a la perfección lo que fue un espacio sin barreras que tras décadas dividido se ha desprendido de cuanta faja asfixiante vistió.
Ella hace equilibrios para llegar a fin de mes con su modesta pensión en su austero y muy soviético apartamento de Petrzalka, cuyo precio se ha multiplicado no menos de un 300%, sin ella saberlo, en los últimos cuatro años.

En 2009 aún le espera el euro
, moneda que adoptará más que probablemente Eslovaquia dentro de un año, completando así su integración en la UE. De hecho, desde el verano pasado algunas grandes tiendas de las principales ciudades del país lo aceptan ya como forma de pago.
La historia de Anna es la historia de ese corazón de Europa, contada muy por encima, por el que hoy se puede pasear sin necesidad de mostrar obligatoriamente el pasaporte a nadie y sin tener que dar explicaciones de idas y venidas.

lunes, 10 de diciembre de 2007

¿Dónde están los obispos?

Desde hace unas semanas, la Conferencia Episcopal Española ha puesto en marcha su anunciada campaña de financiación. Han entrado a competir de lleno con anuncios televisivos con las ONG, que de cara a Navidades multiplican sus esfuerzos para lograr la pasta que en estas fechas parece estar más propensa a acabar en sus arcas. La Iglesia ha entrado a disputar el pastel de las buenas intenciones de tú a tú a estas organizaciones, algunas en horas bajas lastrada por la desgracia en la que ha caído alguna que otra entidad hermana. Lo que es interesante ver en los vídeos de promoción que se han marcado los obispos es que la jerarquía eclesial se ha caído de ellos.
Los protagonistas son esos hombres y mujeres que forman las comunidades de base con las que tan frecuentemente han chocado los prelados. Tienen que ser muy conscientes del poco tirón que puede tener entre la ciudadanía los Roucos y compañía. Apartados éstos de la primera línea por fin la Iglesia ha puesto el énfasis en lo que es, aunque sea para pedir.